Mundial de Escritura 3: Día 2

Ana Carolina de Dobrzynski ✨
3 min readAug 18, 2021

Consigna: escuchen el fragmento del texto de Natalia Ginzburg y traten de construir un texto emulando su estructura: establezcan una relación entre dos pronombres (él y ella, ella y ellos, ellas y nosotros, ustedes y yo; los que prefieran; reales o imaginarios) y describan la relación a través de pequeños contrastes, manteniendo el ritmo de la equiparación.

Ella no tiene tiempo, nunca lo tiene. Yo le digo que me lo hago, pero en realidad mis días son lentos, se estiran en líneas delgadas que vibran como cuerdas que suenan a nada. Mira su reloj, aleja su rostro, contrae sus párpados. No ve bien de cerca y yo ni cerca estoy de ver un reloj en mi vida. Me dice que pidió en la barra. Yo no me atrevería ni a acercarme, está lleno de gente tomando decisiones a la velocidad de la luz, es para mí un alambre electrificado, un lugar para personas que saben lo que hacen incluso sin saber lo que están haciendo. De todas formas ya sabe lo que quiero porque siempre pido igual, me ahorro un problema. Ella también pide lo mismo siempre, se ahorra el minuto que toma leer la carta y después lo deja en la propina. Llegan a la misma mesa dos Martinis idénticos con carácteres distintos. Yo tengo dos aceitunas lavadas, quien confecciona mi cóctel sabe que detesto la salmuera y todo lo que contenga en su nombre una palabra parecida a la muerte. Ella mira con cariño a su Dirty Fifty, tiene sal suficiente para hacer flotar al mar muerto si el mar muerto cupiera en una copa.
Yo solo escribo y más no sé hacer. No sé pedir en la barra, no sé apurarme y no sé mentir. Ella es mi editora y lo puede todo. Lo que está afuera de su alcance aprende a pedirlo, apura de a poco, en una mano una copa y en la otra una mentira maquilla números nuevos en un contrato que nunca leí. Recién entonces me enderezo en el respaldo del sillón. Consciente soy del tiempo que se acorta y juega con la idea de no seguir respaldando mi trabajo. Ella mantiene rígida una postura en forma de flecha. Las piernas cruzadas apuntan en diagonal hacia abajo, de donde a veces sale a saludar la muerte. Es por eso que mantengo la mirada por encima de la línea de nuestra mesa. Todo lo demás es un arco: el espacio converge hacia ella y en una tensión estruendosa prepara paciente el momento de soltarla.
Ella corrige. Es lo que hacemos, yo hago y ella corrige. Tiro sobre la mesa cinco o seis excusas que me alarguen la vida un rato más. Ella las pone en fila entre su cartera y el cenicero. Las invierte, altera su orden, les echa sal para secar posibilidades. Yo mido el voltaje de sus manos, traza para mí una condición nueva por cada excusa desechada y siento retraerse la flecha de su cuerpo. Yo soy presa fácil. En mi naturaleza ella es una amenaza predecible. Nazco sabiendo que la necesito para moverme. Nazco sabiendo que puede matarme. Cuando pide la cuenta dice que quiere invitarme. Yo quiero que me invite. Después de todo es ella quien capitaliza mi dinero, mi tiempo que no existe y mis posibilidades de usar ambas cosas. Desarma su posición puntiaguda con una delicadeza desesperante. Desata sus piernas y quita de su columna la tensión que la mantenía lista para atravesarme. Yo despierto mi cuerpo de un sueño aterrador. Soñé con un reloj en el medio de mi pecho. Yo era una serpiente, ondulada y echada sin fuerza sobre la silla de un bar cubierta de sal. Antes de irse me extiende un nuevo contrato. Su firma era como un electrocardiograma, letras geométricas apretando significados sobre un renglón. La mía unas olas tenues que imaginé sobre su cóctel salado, pero flotando sobre él.

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